Dibujo de Antonio Casero

Eran los años, románticos y bravos, de principios del pasado siglo. El escenario, un pueblo de la provincia de Alicante:

Monóvar. Pueblo de pardas techumbres y calles pinas y estrechas, tumbadas con galvana moruna bajo la sombra católica de una ermita ochocentista: la de Santa Bárbara. Frente a ella, un castillete fundacional de remota estirpe, deshaciendo en años la fortaleza de sus muros. Acá y allá, el besa oriental de chumbos y palmeras sobre la tierra áspera. Y abajo, como una peana, la verde caricia de huertos y frutales con rumor de aguas moras en las acequias antiguas.

Vivía en este pueblo, y por aquellos años, un mozo llamado Masianet, cuya vida de escándalo era famosa en toda la contornada.

Pendenciero, borracho y jugador, era uno de esos jaques de pueblo, gandules y camorristas, cuyas hazañas y reyertas tenían en continuo sobresalto a sus pacíficos paisanos.

Una noche, una de esas noches de leyenda y conseja, en que el  aire sopla huracanado trayendo en su ulular lúgubres lamentos ultraterrenos, en que golpean, inquietantes, olvidadas ventanas en los desvanes miedosos, y en que la lluvia, tozuda y sombría, canta en los aleros trágicos cuentos antañones, dos hombres desafiados caminan presurosos por una calleja estrecha y costanera.  Al llegar bajo un farolillo, que rasgaba tinieblas con la claridad, danzante e ictérica, de su luz de aceite, cantaren las navajas el grito fanfarrón y reñidor de sus muelles. Los hombres se acometieron. Y una danza trágica, jadeante, de actitudes desesperadas y gestos fieros, fué estereotipando sus dramáticos perfiles en el aguafuerte de la solitaria calleja: cielo negro, casucas bajas, un farolillo de aceite, marco de noche y cristal de lluvia… Uno de los hombres cayó muerto.  El otro, que era Masianet, limpió su navaja y huyó, noche adentro, camino, Dios sabe, de qué parajes, donde esconder su crimen.

Fueron pasando los años, y la figura de Masianet fué perdiendo contornos al desmayar de boca en boca el relato de su crimen.

Nadie volvió a saber de él… Hasta que una noche de cincuenta inviernos después, un hombre llamaba a la puerta del convento franciscano de Monóvar, que, engarzado en los tapiales de una solitaria plazuela, luce en su fachada setecentista las armas fundacionales de Pastrana y de Híjar.

— ¿Qué desea, hermano, a estas horas y en una noche tan mala?

— Confesión para un moribundo.

— Pase y espere.

Y el lego portero, sonando llaves, hundió su figura venerable en las sombras de un claustro penitente que ceñía, en la oración de su silencio, un patio con cipreses y sepulturas. Momentos después, volvió a aparecer con un fraile alto, viejo, encorvado y con blanca barba bíblica. Era un padre trasladado a Monóvar desde una comunidad lejana hacía algunos años y que gozaba de gran prestigio en la Orden por su humildad, por su vida penitente y porque siempre pedía realizar los servicios que ofrecieran más peligros y penalidades.

— Vamos — dijo sin levantar los ojos del suelo, ni preguntar a dónde ni cómo le llevaban.

— Taciturno y silencioso, con la capucha calada hasta los ojos y las manos metidas en las bocamangas del hábito, empezó a caminar detrás del solicitante. Hacía una noche horrible, una noche como aquella del crimen de Masianet. El aire, huracanado y frío, metía rejones de hielo en las carnes ateridas; gemía en los aleros.

La lluvia, encharcándolo todo, calaba las ropas, esmerilaba las callejas solitarias y decía su cantar sombrío que llevaba el viento Dios sabe al martirio de qué alma atormentada. A medida que caminaba, el fraile iba clavando sus uñas en la carne hasta hacerla sangrar.  Al llegar a la esquina en que Masianet mató a un hombre, su cuerpo ochentón hubo de apoyarse en la pared.

— ¿Se cansa, padre?

— No, no es nada.

— Ya llegamos. Es aquí.

— Y tres casas más arriba, el desconocido metió al fraile hasta el lecho en que agonizaba un hombre joven apuñalado. La cara del moribundo era la misma del hombre a quien mató Masianet, pues era su hijo. El franciscano le oyó en confesión y escuchó de sus labios el relato de la pendencia tenida allí en la esquina misma y que le costaba la vida. Después de una hora, el fraile salió. Pidió que nadie le acompañara al convento. Al llegar a la esquina en que Masianet mató a un hombre, vio dos mozos riñendo navaja en mano. Se interpuso para separarles. Y quedó muerto de un navajazo…

En el patio franciscano del convento de Monóvar estuvo durante muchos años la sepultura de este fraile que fue en el siglo el mozo Masianet. En la esquina dramática de la calle que hoy lleva su nombre, una cruz de madera. Y. . . colorín, colorado este cuento se ha acabado.

FIN

Autor: Francisco Bonmatí de Codecido

Vía: ABC de Sevilla – 11/10/1946, Página 2